Entró caminando en puntillas para sortear las inmundicias del piso, y asperjó la celda con el hisopo del agua bendita, murmurando las fórmulas rituales.
Casi nunca se reía ya con lo que antes llamaba mi bendita inocencia, y yo notaba cómo cada vez generaba en él menos interés, menos complicidad, menos ternura.
Llevaba el hábito de lana cruda a pesar del calor, el acetre del agua bendita y un estuche con los óleos sacramentales, armas primeras en la guerra contra el demonio.