Entonces abrió la ventana y la luz metálica de las cuatro se la mostró en carne viva, desnuda y abierta en cruz en el suelo, y envuelta en el fulgor de sus flatos letales.
Mientras el buque la arrastraba resollando hacia el fulgor de las primeras rosas, lo único que ella le rogaba a Dios era que Florentino Ariza supiera por dónde empezar otra vez al día siguiente.
Al cabo de un largo rato, Florentino Ariza miró a Fermína Daza con el fulgor del río, la vio espectral, con el perfil de estatua dulcificado por un tenue resplandor azul, y se dio cuenta de que estaba llorando en silencio.