Al fondo de la estancia, dos grandes puertas se abrían al andén. A la izquierda, otra daba paso a lo que un rótulo de letras bien trazadas indicaba que era la cantina.
Eran voces jóvenes, supuse que serían los soldados a cargo de custodiar la estación e intenté no pensar en que probablemente tendrían órdenes expresas de disparar sin miramientos ante cualquier sospecha fundada.
El domingo fueron 17 las personas que perdieron la vida en el atentado con bomba perpetrado en la entrada de una estación de tren que cogía a un gran número de viajeros.
Paré mi carrera alocada antes de alcanzarla, nada más llegar al cartel que la precedía. Busqué rápidamente en todas direcciones por si allí hubiera ya alguien a quien poder entregar las armas.