La casa estaba en desorden; los guajiros, sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las rodillas, transportaban los muebles al comedor.
Artesanos, pequeños comerciantes, empleados y jornaleros recién llegados a la capital llenaban las casas de alquiler y dotaban a mi barrio de su alma de pueblo.
El trabajo urgía —los sueldos habían subido valientemente—, y mientras el temporal siguió, los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua fría.