Sra. Ferrero-Waldner (Comisión Europea) (habla en inglés): Estar aquí, en este gran Salón, me trae recuerdos felices de mi trabajo anterior en este lugar.
Pero también puede resultar algo especial estar con alguien que se siente necesitado de palabras amables, gestos dulces, delicados regalos o simplemente atención y tiempo.
Cuando yo era niño, las luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la dulzura de las sonrisas, daban su resplandor a mi regalo de Navidad.
Los cambios habían surgido, y Marilla convino en ellos con resignación, hasta que el cuarto quedó convertido en el nido más dulce y delicado que pudiera desear una jovencita.
Ana, aunque sinceramente dolorida por Minnie May, estaba lejos de hallarse insensible a la belleza del momento y a la dulzura de poder compartir una situación así con un espíritu gemelo.
No echaba de menos su cercanía física; la presencia de Ramiro había sido tan brutalmente intensa que la suya, tan dulce, tan liviana, me parecía ya algo remoto y difuso, una sombra casi desvanecida.
Era tan alto como mi papá, con una sonrisa dulce, ojos marrones, y… lo más importante, me invitó a bailar. Bailaba tan alegre que no me di cuenta de que un periodista nos tomó unas fotos.
En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo.
Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa muy dulce: –Gracias por haber venido.